Hace muchísimos años que, muy a la manera de Notas al Margen, teníamos intención de hacer un curso sobre El señor de los anillos.
Decía García Márquez, después de oír sesudos análisis académicos sobre Cien años de soledad, que el mayor homenaje que recibió por su novela fue haber visto a una señora salir de la verdulería con el libro en la bolsa del mandado. Y es que los libros en verdad fundamentales son aquellos que permiten la proyección de cualquier lector en sus páginas, su identificación privada, al encontrar en ellas las intermitencias de alguno de sus niveles más hondos como persona (intelectual, emocional, circunstancial y hasta trascendental).
Como se ha visto en las clases, si algo caracterizó a J.R.R. Tolkien —y también a H. P. Lovecraft—fue el haber sido un gran constructor de mitos. Aunque la cultura del siglo XIX quiso desapegar de occidente la visión del mito para imponer un enfoque cientificista y positivista, el famoso fantasy (género acuñado por el mismo Tolkien) recupera con creces una función primordial: dotar al mundo de una explicación creativa, donde existen aún fuerzas atávicas que participan en el escenario biográfico de cada sujeto.
Al evidenciar que Inglaterra no tenía mitos primigenios, Tolkien, que era experto en asociar y conectar lo que Lévi-Strauss llamó mitema o mitotemas (partícula reducida del mito común a todas las culturas), propuso algunos. Si todos los mitos tienen devenires parecidos (en todos hay un haber material y otro espiritual; una pugna entre control y caos; un gran tesoro y una sabiduría; una disociación entre inteligencia y viveza; un recorrido más o menos parecido de un héroe), entonces resulta lógico que este filólogo y erudito en literatura anglosajona arrancara su basamento literario escribiendo, a destellos, lo que luego se conocería en 1977 como El Silmarillion. No obstante, hay algo importante a consignar, y es que Tolkien no solamente tenía como auditorio a sus amigos, los famosos Inklings, y a sus estudiantes de Oxford; en realidad, sus grandes interlocutores eran sus hijos, que le demandaban, también, historias fabulosas en las que no se omitieran las escenas más escabrosas y sanguinarias.
En la trayectoria de Tolkien, si El Silmarillion representa la sublimación para llenar el vacío mítico inglés, El Hobbit es el relato que sentó las bases de la famosa Tierra Media y, ante todo, los modos de cómo narrar todo aquello. He aquí lo esencial: el hecho de que, como buen padre contándoles cuentos a sus hijos, no podía perder la riqueza de la transmisión oral y, por tanto, musical en la historia de un territorio en donde convivieran criaturas archiconocidas de los cuentos de hadas (orcos, elfos, enanos) con otras más novedosas.
«En un agujero en el suelo, vivía un hobbit». Esa primera frase del libro fue piedra angular para la construcción de todo el edificio del fantasy, pues ya aparecen ahí las tres intenciones del nuevo género: marcar una dimensión distinta al de la realidad cotidiana, pero no para escapar de ella, sino para invadirla y nutrirla (¿se puede vivir en un agujero en la tierra? Sí, y de forma más cómoda que en nuestros departamentos de 20 m2); generar una atemporalidad mítica (el pretérito vivía remite a eso); e introducir nuevos seres, los hobbits, término que Tolkien parece haberlo encontrado en un poema anglosajón y que significa «cavador» (hol-bytla: constructor de agujeros).
Se trata de un cuento de hadas que, en realidad, actualiza las tradiciones orales, debido a que está hecho por un escritor moderno que revisita todo lo ya escrito. Cuando se publica en 1937, el libro tiene un éxito moderado. Los editores, pues, le solicitan la segunda parte, pero este «Hobbit 2» tardó casi veinte años en ser publicado. Lo presentado en 1954 era un momento crepuscular de la Tierra Media, la tercera edad, cuando las razas bien se esconden o desaparecen, para dejarle el sitio a los hombres, y la magia está tremendamente debilitada. El señor de los anillos se entendería, entonces, como una forma de universalizar algo que estaba enclaustrado únicamente para un segmento (literatura para niños), permitiendo que los lectores de cualquier edad conecten con un conocimiento arquetípico y legendario.
Si se analiza con cuidado el viaje de la «comunidad», y luego el de Frodo y Sam para destruir el anillo único en Mount Doom, este viaje no cumple con fruición el trasnochado «camino del héroe», sino que lo tuerce: lo que caracteriza al protagonista, más que un liderazgo fuerte, es la templanza para portar una carga así de extrema —y aquí las reminiscencias cristianas, como en casi toda la obra de Tolkien, son notorias—; y el hecho de que lo que estaba destinado a salir mal, se vuelve una eutástrofe. No es un libro que alabe la sagacidad, el poderío militar, la ventaja competitiva o la disciplina: en realidad, ensalza la bondad, la solidaridad, y la capacidad de fortaleza los seres más humildes.
Además de que El señor de los anillos es un océano en el que desembocan afluentes mitológicos, culturales y hasta lingüísticos (como se ha visto en las sesiones de Notas al Margen, se trata de un gran experimento filológico: casi por cada raza, Tolkien inventa una lengua particular), se trata de un libro que proyecta dos asuntos muy privados de su autor: la gran nostalgia por el pasado (histórico, pero también ecológico: una era pre-industrial, donde la economía y la convivencia eran básicamente rural, ¿qué es la Comarca si no un falansterio?); y la carga simbólica del catolicismo, debido a sus propias creencias, heredadas, en buena parte, por la conversión de su madre, Mabel, y del sacerdote que lo introdujo al estudio de toda esta cultura ancestral: Francis Xavier Morgan (alumno del padre Newman, nada menos).
La intención del taller, ahora en curso, que hemos preparado con Paco Galicia, Yamil Burguete y José Miguel Jiménez es proponer que El señor de los anillos plantea algo verdaderamente místico: el retorno a un origen, una purificación, un regresar al comienzo. Al final, como en la vida de todos los potenciales lectores de la novela, el núcleo de la historia es la lucha entre fuerzas benignas y malignas, más allá del entendimiento mortal (que se traduce como lucha entre esclavitud y libertad), para vencer la tentación y la dependencia emocional que incluso un objeto muy pequeño puede presentar. De ahí que la máxima del futuro rey Aragorn tenga todo el sentido, a esta altura de la corrida: “Quien no es capaz de desprenderse de un tesoro en un momento de necesidad es como un esclavo encadenado”.