EL OCASO DE LOS ÍDOLOS - My Blog

EL OCASO DE LOS ÍDOLOS

BLOGS THE BEATLES LET IT BE 02 02

Nota introductoria: Este martes 10 de enero de 2023, en Notas al Margen veremos materializado un antiguo anhelo: un taller de diez sesiones en el que revisitaremos la historia y el legado musical de The Beatles. Este taller entraña su germen, y su nombre (Los archivos secretos del Sargento Pimienta), de un programa de radio que Brenda Espadín y un servidor teníamos en una antigua radioemisora. Pero creo que el origen es aún más antiguo. La música de los Beatles es la primera que recuerdo, con viveza y alegría, cuando hago memoria de mis primeros años de infancia. Fueron ellos los que me propusieron tomar una canción triste y hacerla mejor, hacerme de unas alas rotas y aprender a volar, y, por supuesto, tener la certeza de que si me sentía solo, siempre podría hablar con el bulldog.

Antes de que Peter Jackson pensara siquiera en ensamblar el dramático fin de la banda, en 2004 escribí una non-fiction story, basada justo en ese momento de la ruptura. La propongo, sin alterar una coma, para el blog de nuestro espacio cultural.

All the lonely people

Where do they all belong?

Paul McCartney

Hasta el más valiente de nosotros pocas veces tiene 

valor para enfrentarse con lo que realmente sabe…

Friedrich Nietzsche

Ringo dio largas pitadas a su cigarrillo para consumirlo del todo. Se encontraba bajo una mampara refugiándose de una lluvia caprichosa que caía finamente. Con la colilla encendió otro cigarro y salió a la calle, sin que le importara mojarse. Caminó por la acera mirando las pozas del suelo, con el cuello de la gabardina subido y las gafas de sol puestas a pesar del mal tiempo. Anduvo despacio, sintiendo el humo en la cara, malhumorado, pensando realmente que su participación en la banda había terminado para siempre.

Giró los pasos hacia su departamento en Montagu Square. John se hospedaba allí temporalmente. Desde los inicios había tenido buen rollo con John, cuando él tocaba la batería en otra banda y se quedaba después de los recitales hasta muy tarde escuchando los blues desabridos de la banda de su amigo. A Ringo le parecía que Rory Storm era mejor músico que John, pero John tenía impronta, podía pararse en un escenario y cantarle a los trasnochados, a los borrachos, a las chicas perdidas, y engancharlos con su voz gastada y gangosa.

—¿Qué hubo? —preguntó John abriéndole la puerta. 

—Nada. Afuera llueve.

—Ya lo sé. Qué pasa contigo…

—Nada, qué me va a pasar. 

John lo miró por sobre sus anteojos. Hacía más o menos tres años que había decidido dejar los lentes de contacto y asumir su miopía. Ringo se sintió intimidado.

—Prepararé un té —le dijo, quitándose la gabardina y las gafas de sol. En la enorme casa no había nadie más que ellos dos, y el ruido del televisor llegaba imperceptible desde la sala. A John le gustaba tener la tele encendida mientras componía: podía encontrar inspiración en algo tan pedestre como las frases de los conductores o los comerciales de cereal. De cierta manera, iba llenando los espacios vacíos de sus letras con oraciones al pasar, como cuando Ringo pronunció, bromeando tras los tambores, «mañana nadie sabe». Mañana nadie sabe, ¿eh?, suena bien. John dejó que la guitarra descansara en su muslo derecho y comenzó a rasguearla en Do mayor. No hubo más proyección que ésa a lo largo de todo el tema.

Do mayor. 

Mañana nadie sabe.

—¿Pasó algo?

—No… sí. En realidad no es nada cierto, es más bien una sensación. Ya no toco bien.

—Me pasa—. John le restó importancia a la preocupación de Ringo y bebió a sorbos lentos su té—. Yo no he escrito nada bueno en dos meses…

—No es igual. Siento que sobro. Ustedes tres pueden compenetrarse perfectamente sin mí.

John, que se encontraba sentado en el suelo en posición de loto, apoyó la cabeza en el borde del sillón y lo miró fijamente.

—Yo pensaba que eran ustedes tres.

—¿Qué?

—Que George, Paul y tú podían arreglárselas perfectamente sin mí.

—Estás jodiendo, ¿verdad?

—Para nada.

John llevó la taza nuevamente a su boca y puso atención al televisor. Había sido una conversación de rutina, como de matrimonio, y como tal había dejado a Ringo más confundido que antes. Tuvo ganas de decirle a John que no tenía idea lo que era sentirse prescindible; que si él se iba de la banda nadie se daría cuenta, pero si salía John el grupo de seguro se desintegraba. No, no podía compararse. Luego pensó que quizá estaba drogado, como siempre. Así que tomó otra vez la gabardina y las gafas de sol y se dirigió a la puerta.

—¿Adónde vas? —le preguntó John.  

—Por ahí —contestó.

Fue a casa de Paul. A pesar de que el hilo de oro entre ambos era más delgado, Paul solía ser recto en sus determinaciones, por lo que pensó que podría darle una respuesta más concreta. Al llegar a la amplia mansión blanca esperó a que ataran a los perros y entró antes de que la reja eléctrica se abriera del todo.

—¿Cómo estás?

—Más o menos.

—¿Problemas en tu casa? 

Paul sonreía. En su rostro se marcaban dos líneas que lo hacían verse un poco más relleno que de costumbre.

—No, sólo que… La última vez en el estudio fue un desastre. Desde entonces he pensado que…

—La última vez estábamos todos pasados.

—Puede ser. Igualmente, no me siento el de antes. Me quiero largar un tiempo…

—¿Tú? ¿Y por qué?

—Porque siento que ustedes tres pueden entenderse sin mí.

Paul hizo una mueca de sorpresa. Abrió mucho los ojos y tartamudeó antes de hablar:

—Yo pensé que eran ustedes tres. 

—¿Qué?

—De verdad.

Quizá lo notaron tarde, pero la sensación de querer soltar todo y largarse rondaba en los cuatro desde hacía meses. Los mantenía unidos ese nuevo material, nada parecido a lo que habían hecho hasta entonces. Una vez Ringo analizó fríamente la situación y se dio cuenta de que el último disco no había sido del grupo, si no de cada uno por separado. Mientras John se encontraba dando los últimos retoques a una canción, George, en otro estudio, tocaba a dúo la guitarra junto a Eric Clapton, en el que probablemente sería su mejor aporte a la banda. Paul había grabado una canción solo con su guitarra y un metrónomo, que los ingenieros no se molestaron en sacar en la edición final del disco. Al final, los cuatro habían quedado hastiados y tomaron vacaciones por separado.

—Hace rato que ya solo nos juntamos para la foto —dijo Paul.

—Pero no toda la culpa es de John. Él la llevó al estudio una vez, y después otra vez, y otra y otra, hasta que se convirtió en parte del decorado. Y nadie dijo nada.

—A mí me sigue molestando tener que verla todos los días. Me desconcentra.

—George dice lo mismo, pero qué vas a hacer. Sin John la máquina no avanza.

—Sin John no hay máquina.

Paul suspiró. Encendió una bacha y se la extendió a Ringo. Fumaron en el balcón, tratando de ordenar las ideas. Paul tenía una barba de varios días, ya no parecía el eterno adolescente de siempre.

—Lo de Pepper fue divertido y lo del Magical Mystery Tour también, pero no siempre podemos andar disfrazándonos para seguir adelante.

—De acuerdo, yo no vuelvo a ponerme esos tontos atuendos.  

—No nos queda de otra que volver al estudio —dijo Paul, pero luego su cara cambió y por un momento recuperó la chispa de antaño, cuando rodaban A Hard Day’s Night y no se preguntaban si seguir o no juntos.

—¡Eso! —exclamó.

—¿Qué?

Te lo explico en el camino. Ya sé cómo seguir con todo esto y que no fastidie.

Al día siguiente, un gran camión con el logotipo de una manzana verde en los costados cargó los equipos de grabación desde la EMI, ubicada en Abbey Road, hasta los estudios de cine Twickenham. Ninguno de los cuatro sabía muy bien qué hacer allí, pero el cambio de ambiente los había dotado de un extraño entusiasmo. Paul estaba a cargo de todo e hizo un círculo con las duras sillas que se encontraban en el plató en torno a un muchacho llamado Michael Lindsay-Hogg. Michael tenía pretensiones de ser director de cine, y grabar a la banda en vivo le pareció un sueño cumplido. Los demás se sentaron sin muchas ganas y escucharon a Paul.

—Queremos que grabes todo lo que hagamos, jugando con los encuadres. Que la gente vea cómo improvisamos, ensayamos, componemos… que vea de qué cosas nos reímos y con cuáles nos enojamos.

Con los años, la voz de Paul había adquirido un timbre arrogante y despreocupado.

—Queremos que instales rieles en el techo para que las cámaras se deslicen, y en un solo movimiento de cámara filmes a George cantando y luego un primer plano de Ringo tocando la batería. Vamos a necesitar grúas, para que las cámaras floten a nuestro alrededor. Queremos que tomes ángulos que no se ven normalmente. Mientras estamos ensayando debe existir esa fluidez.

Michael escuchaba absorto, aunque preocupado. Paul parecía estar acostumbrado a conseguir todo chasqueando los dedos, pero esa empresa iba a ser difícil e iba a costar mucho dinero. George Martin había apoyado la idea desde un primer momento porque le habían dicho que querían ensayar temas nuevos para un disco en vivo. A John todo le daba igual, no paraba de fumar y parecía tener la cabeza en otra parte.

—¿Es necesario todo esto?

—¿Perdón? 

Paul encaró a George, quien no había hablado desde que llegaron.

—Solo pregunto. ¿No deberíamos componer y ya? ¿Para qué las cámaras?

—Después podremos editar una película mostrando el proceso creativo de la banda. Será genial, todos acudirían a comprarlo.

—Como moscas al estiércol. Así ha sido siempre —comentó John, mientras masticaba un chicle y miraba a la menuda japonesa a su lado.

La conversación terminó con la sentencia de John. Empezaron a afinar los instrumentos.

Desde el primer minuto en Twickenham el ambiente se enrareció. Era un lugar frío, inhóspito, de suelo y paredes oscuras, y no como una caverna. A duras penas pudieron calefaccionarlo para no tener los dedos lerdos. Pronto George Martin se dio cuenta de que la acústica tampoco era la adecuada, pero de un tiempo a esa parte ya no intervenía en asuntos que no fueran estrictamente musicales.

—Esta canción se llama «Dos de nosotros».

John miró a Paul y sonrió con la malicia de siempre. Paul le devolvió la sonrisa, porque en el fondo sabía lo que su socio estaba pensando. Mientras el miope guitarrista estaba convencido de que «Two of Us» se refería a la dupla que seguía firmando sus canciones en conjunto a pesar de que ya tenían su relación lesionada, en realidad era una canción que Paul le había dedicado a su mujer, Linda. En el fondo daba igual, el ambiente a esas alturas no estaba para explicaciones.

—Dos de nosotros cabalgando sin rumbo, gastando el dinero que alguien ganó duramente. Tú y yo conduciendo un domingo, sin llegar al camino para volver a casa. Vamos de vuelta a casa, vamos de vuelta a casa…

John sacó bruscamente la boca del micrófono para dar a entender que su parte había terminado. Paul se hizo a un lado el bajo y cantó:

—Tú y yo tenemos recuerdos más largos que el camino que se abre ante nosotros… Ey, un momento —se detuvo, enojado—. Ése no es el tempo de la canción, George. Estás haciendo cualquier cosa menos lo que te pedimos.

Michael Lindsay-Hogg había recogido la cara de hastío de George con una de sus cámaras volátiles. El delgado guitarrista encendió un cigarrillo y miró hacia la grúa, que bajaba y subía.

—¿Qué pasa, Georgie-boy? La idea de filmarnos no es tan mala —dijo Ringo, apenas visible detrás de sus platillos.

—No, claro que no. Las ideas de John y Paul nunca son malas. Pero la puesta en escena de esa idea… A nadie le va a gustar eso de «Regresa». ¿En verdad quieres volver atrás, Johnny-boy?

—Primero me pego un tiro. Regresar… volver a las sesiones de Revolver, del sargento Pimienta… qué quieres, ¿que te mienta?

—La idea es grabar todo de una vez, una suerte de disco en vivo, como fue el primero —arguyó Paul, tranquilamente —. ¿No puedes tocar como lo hiciste allí, George, en el primer disco, cuando no te importó estar once horas en un estudio? 

Paul se sentó a afinar el bajo y le hablaba a George sin mirarlo a los ojos.

—¿Eh, George? ¿Qué pasa, George?

—Te diré lo que pasa. Te diré cuál es la única forma posible de avanzar. Sólo tocaré lo que me pidas. O si quieres no toco. Si el problema soy yo, haré lo que quieras. Lo haré.

Ringo frotó sus ojos con las palmas de las manos. Sólo el chisporroteo de los amplificadores interrumpía aquel silencio de tumba. Algo se había roto, algo había salido mal si el más apacible de los cuatro tenía esas reacciones de furia en una sesión de estudio.

George se descolgó la guitarra, arrojó al suelo la púa como quien da de comer a un perro, y se puso su abrigo negro de piel. Su figura delgada se perdió tras un sonoro portazo. Antes de ensayar las canciones de Get Back, George había estado produciendo el disco de Jackie Lomax, y Bob Dylan había tenido la deferencia de invitarlo a Woodstock. Estar de nuevo con su banda no podía tenerlo con una sonrisa en la cara.

—De película… ¿y a quién llamamos ahora? ¿A Eric Clapton?

—No hagas bromas pesadas, Paulie. George es el guitarrista del grupo, no vamos reemplazarlo —rebatió Ringo.

—Ah, los chicos imprescindibles… —dijo John—. Yo también creo que esto se jodió. Bye, Bye love. Bye, bye happiness.

Ahora fue John quien separó la guitarra de su cuerpo, tomó de la mano a Yoko, quien observaba impávida la escena, y salió del lugar. Antes de marcharse miró a Paul a través de sus gafas y le sonrió, masticando chicle. 

***

Ringo extrañó por tres días enteros el humor pasivo de George. De cierta manera, el baterista también se sentía excluido, un figurín de acompañamiento para la dupla que se llevaba todos los créditos. Con George podía tener la complicidad de un cigarrillo, la confianza para mostrarle sus avances de novato compositor. «El jardín del pulpo», fíjate un poco, qué título, yo pasaría de La a Si, Ringo, y así puedes volver a Mi y cantar sin problemas. Okey, probemos esa intro de guitarra que compusiste. Pero, ¿qué dirán Paul y John? A la mierda los dos, allá ellos con sus juegos de escribirse postales, de transitar por caminos largos y sinuosos, se dejarse estar.

Sí, vaya que extrañaba a George. Lo mejor sería llamarlo, mentirle de que todos estaban avergonzados y decirle que, para descomprimir el ambiente, el bueno de Billy Preston tocaría los teclados con ellos. En una de ésas, resultaba la idea de grabar un disco como el primero, en once horas, de las diez de la mañana a las nueve de la noche.

Lo primero fue prometerle a George que abandonarían los estudios Twickenham. Pero en menos de un día se trasladaron desde el nuevo sitio, Savile Row, donde un amigo de John había montado un estudio que era un desastre, a los antiguos dominios. Por teléfono, el guitarrista se enteró de que finalmente el disco lo acabarían en la EMI.

Es como volver a casa, ¿no? Ringo no creía demasiado en asuntos bíblicos, pero George apareció al tercer día, y como el hijo pródigo. Desde lejos no parecía él, estaba demacrado y se notaba a leguas que había bebido. Venía con su mismo abrigo negro y una guitarra gris rarísima, cuya caja acústica sonaba llena, envolvente.

—Hola, Richie.

—Hola, Georgie.

—¿Quieres que te muestre qué compuse en estos tres días, Richie?

—Me muero de ganas, Georgie.

Y George tocó un vals maravilloso.

—Empieza así: Todo el día, yo mí mío, yo mí mío, yo mí mío. Toda la noche, yo mí mío, yo mí mío, yo mí mío. Los asustados lo abandonan, todos lo despiden, pero sigue con fuerza todo el tiempo.

—¿Y eso qué es? —gritó Paul desde la puerta, entrando de la mano de Linda, con un buen humor desconcertante.

—Una buena canción —contestó Ringo.

—Sigue tocando. Voy a acompañarte en el piano.

El regreso no pudo ser más fértil. En una sola toma registraron la canción de George. John se ausentó esa vez, sin dar explicaciones. Cuando regresó al día siguiente, y luego de bromear con la reincorporación de George, les preguntó qué habían hecho en su ausencia.

—¿Una canción? Es decir, ¿una nueva canción? Genial, chicos, genial.

John aplaudió. La pequeña japonesa a su lado lo imitó, como si jugaran a «Simón dice…».

—Déjate de tonterías. ¿Quieres oírla o no? 

Paul se había puesto de parte de George esta vez.

—Denme lo mejor que tengan, muchachos —dijo John, parafraseando la voz de George Martin cuando los cuatro se divertían y no querían trabajar en el estudio, por la época de «Love Me Do».

George comenzó a cantar. No estaba mal. Pero en ese entonces cualquier descuido era propicio para actuar cáusticamente, así que John levantó a su mujer del asiento y se puso a bailar, en una zona desierta de la sala de ensayo. Era un vals completamente descoordinado, como si quisiese con sus pies romper el compás de «I Me Mine». Los demás lo miraron con desazón, pero siguieron con el tema hasta el final.

Los cuatro sentían que estaban acorralados en un callejón, escapando de muchos perros de cacería. Era la cresta del volcán, la erupción doliente, la explosión que de verdad iba a dañarlos. Con Billy pasaron días de menos tensión, pero el ambiente se densificó ya definitivamente.

—George, queremos hacer un recital en vivo —le dijo Paul a George Martin.

—Hagan lo que quieran, caballeros, en verdad no me importa. Phil Spector está a cargo. Hablen con él para cualquier asunto.

—Pero George, queremos que nos asesores porque…

—Ustedes ya no necesitan mi asesoría. Hace tiempo que no tengo influencia…

—…vamos a hacer un recital…

—Nunca me gustó la idea de grabar a Twickenham, y aquí nadie me considera como productor. Por un segundo, por una milésima de segundo pensé que todo sería como en la época de Rubber Soul, y ahora me sales con esto del disco en vivo, Paulie.

—…en el techo de los estudios EMI.

Había que hallarle un final a la película de Lindsay-Hogg. Qué más daba si era en el techo. La verdad es que, desde las azoteas de los otros edificios, parecían cuatro muchachos felices. Varios londinenses interrumpieron su almuerzo para salir a mirar de dónde venía el ruido ése. John se reía y jugaba con la letra de «Don’t Let me Down». Billy tocaba el órgano aceleradamente y en su cara los dientes brillaban. Paul nunca estuvo tan acertado con el bajo, especialmente en «Get Back». Ringo y George habían aceptado la idea por inercia, aunque también parecieron divertirse. 

Y después de estar el techo, no les quedó más remedio que bajarse.

En los estudios EMI, aquel 30 de enero de 1969, el reloj de pared marcaba las once de la noche y Ringo estaba solo en la sala de ensayos. Michael Lindsay-Hogg había quitado esa tarde todas las cámaras y parte del decorado tras la actuación en la azotea. La batería y el piano eran los únicos instrumentos que quedaban aún. A oscuras, se acordó del tiempo que había pasado con John en Montagu Square, antes del embrollo de las cámaras, las discusiones y ese final tan infantil en el techo. Se rio, prendió un cigarrillo y, mirando la llamita que se encendía en cada aspirada, estuvo largo rato pensando en los demás. De alguna manera, ya no sentía que George, Paul y John podían funcionar perfectamente sin él. No. Ahora pensaba por completo al revés: que él podía funcionar aceptablemente sin ellos.

Sin quererlo, había vuelto a ser el chico triste que pateaba piedras en Liverpool, esperando la llegada de los cargueros y los barcos de turistas para ver de lejos a las niñas de cinturas perfectas. Se sentó al piano, con el cigarro en la comisura, y recordó haberle confesado hace mucho tiempo a un periodista, en clave de broma, que en las sesiones de grabación sólo había aprendido a engordar y a jugar ajedrez. 

—Ja, qué cerril —se dijo en voz baja, con las dos manos en el piano. También había aprendido, por otra parte, algunos acordes en la guitarra y a jugar sin mucho interés con las escalas melódicas en los teclados.

Cerró los ojos. 

Escuchó las notas que salían de las teclas. 

Se rio. 

Estaba tocando «Let it Be».

Santiago de Chile, julio—agosto 2004